martes, 31 de mayo de 2011

El que quiere nacer, tiene que destruir un mundo

En ocasiones me sentía descontento y atormentado de deseos. Creía no poder soportar ya por más tiempo tenerla a mi lado sin estrecharla entre mis brazos. También esto lo advirtió ella en seguida, y al verme llegar una tarde a su casa, agitado y confuso, después de varios días de retraimiento, me llevó aparte y me dijo: «No debe usted entregarse a deseos en los que no cree. Sé lo que usted desea. Tiene usted que abandonarlos o desearlos de verdad y por entero. Cuando llegue usted a pedir llevando en sí la plena seguridad de lograr su deseo, la demanda y la satisfacción coincidirán en un solo instante. Pero usted desea y se reprocha, temeroso, sus deseos. Tiene usted que dominar todo eso. Voy a contarle una conseja.»
Y me contó de un adolescente que estaba enamorado de una estrella. A la orilla del mar extendía los brazos hacia ella, la adoraba, soñaba con ella y le dedicaba todos sus pensamientos. Pero sabía, o creía saber, que un hombre no puede enlazar con sus brazos una estrella. Imaginaba que su destino era amarla siempre sin esperanza y construyó sobre esta idea toda una vida de renunciamiento y dolor, callado y fiel, que habría de purificarle y ennoblecerle. Una noche se hallaba sentado de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando a su amada y ardiendo en amor por ella. Y en un instante de profundo anhelo saltó al vacío, hacia la estrella. Pero todavía entonces pensó en la imposibilidad de alcanzarla y cayó, destrozándose contra las rocas. No sabía amar. Si en el momento de saltar hubiese tenido fuerza de alma suficiente para creer fija y seguramente en el logro de su deseo, hubiese volado cielo arriba a reunirse con su estrella.
-El amor no debe pedir —continuó—, ni exigir tampoco. Ha de tener la fuerza de llegar en sí mismo a la certeza, y entonces atrae ya en lugar de ser atraído. Sinclair, su amor es ahora atraído por mí. Cuando llegue a atraerme, entonces acudiré. No quiero hacer un regalo, quiero ser ganada.

miércoles, 11 de mayo de 2011

[Vol.1] Fantine, PRIMERA PARTE, Libro primero: UN JUSTO (Diálogos)

Una vez, la señora Magloire dijo a monseñor, con cierta dulce malicia:
—Monseñor, vos que sacáis partido de todo, tenéis ahí un cuadro de tierra inútil. Más valdría que produjera frutos y no flores.
—Señora Magloire —respondió el obispo—, os engañáis; lo bello vale tanto como lo útil. —Y añadió, después de una pausa—: Tal vez más.

domingo, 8 de mayo de 2011

[Vol.1] Fantine, PRIMERA PARTE, Libro primero: UN JUSTO

Verdadero o falso, lo que de los hombres se dice ocupa en su vida, y sobre todo en su destino, tanto lugar como lo que hacen.

Monseñor Myriel debía sufrir la suerte de todos los recién llegados a una pequeña ciudad, donde hay muchas bocas que hablan, y muy pocas cabezas que piensan.

Tenía una sola palabra para estas dos clases de trabajo; llamaba a aquello "jardinear". «El espíritu es un jardín», decía.

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—Los pecados de las mujeres, de los niños, de los servidores, de los débiles, de los indigentes, de los ignorantes, son los pecados de los maridos, de los padres, de los dueños, de los fuertes, de los ricos, de los sabios.
Decía también:
—A los ignorantes, enseñadles cuanto podáis; la sociedad es culpable, por no darles instrucción gratis; ella es responsable de la oscuridad que produce. Si un alma sumida en sombras comete un pecado, el culpable no es el que peca, sino el que no disipa las tinieblas.

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En otra parte había escrito: «No preguntéis su nombre a quien os pide asilo. Precisamente, quien más necesidad tiene de asilo es el que más dificultad tiene en decir su nombre».

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Por la noche, antes de acostarse, volvió a decir:

—No temamos nunca a los ladrones ni a los asesinos; éstos son los peligros exteriores, los pequeños peligros. Temámonos a nosotros mismos. Los prejuicios: éstos son los ladrones; los vicios: éstos son los asesinos. Los grandes peligros están dentro de nosotros. ¡Qué importa lo que amenaza nuestra cabeza o nuestra bolsa! Pensemos sólo en lo que amenaza nuestra alma. —Luego, volviéndose hacia su hermana, añadió—: Hermana mía, nunca, por parte del sacerdote, debe tomarse precaución alguna contra el prójimo. Lo que el prójimo hace, Dios lo permite. Limitémonos a rogar a Dios cuando creamos que nos amenaza un peligro. Oremos, no por nosotros, sino para que nuestro hermano no caiga en falta por causa nuestra.

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Lo que sí debemos observar es que, fuera, y por decirlo así, más allá de su fé, el obispo tenía un exceso de amor. Por esto quia multum amavit, es por lo que le juzgaban vulnerable los «hombres serios», las «personas razonables», y la «gente sensata»; locuciones favoritas de nuestro triste mundo, donde el egoísmo recibe el santo y seña del pedantismo.

Los miserables (Victor Hugo)

Mientras, a consecuencia de las leyes de las costumbres, exista una condenación social que cree artificialmente infiernos en plena civilización, y enturbie con una fatalidad humana el destino, que es divino; mientras no se resuelvan los tres problemas del siglo: la degradación del hombre en el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por las tinieblas; mientras en ciertas regiones sea posible la asfixia social; en otros términos, y desde un punto de vista más dilatado aún, mientras haya ignorancia y miseria sobre la tierra, los libros de igual naturaleza que éste podrán no ser útiles.

VICTOR HUGO, Hauteville-House, 1.º de enero, 1862